Comparto
este artículo que escribí en el año 2001 para La Aldea, una revista que editamos un grupo de compañeros, tras el
cierre de El Periódico donde
trabajábamos.
Los orígenes y mutaciones del sanguche de milanesa, un plato de procedencia
italiana que se convirtió en un emblema tucumano. Un sabroso ejemplo de
hibridación cultural.
Para algunos una ciudad tiene el
misterio y el encanto de la mujer que se amó entre sus calles. Para otros, un
país o una ciudad se definen por sus olores y sus sabores. Para Gabriel García
Márquez, por ejemplo, el olor de la guayaba evoca la región de Colombia que lo
vio crecer. Tucumán, por su parte,
se asocia sin duda al aroma de los azares y la melaza, los veranos húmedos y
calurosos, los días fríos y luminosos de julio, la caña de azúcar y las
empanadas de carne (por supuesto, sin papa, aceituna o pasas de uva). Pero lo
propiamente tucumano en materia de sabores es el sanguche de milanesa. La
evocación puede parecer prosaica, pero no tiene por qué serlo. Al fin y al cabo
lo que nos hace de algún lugar, además de la lengua que mamamos con la primera
leche, son los olores y sabores que percibimos desde la infancia.
Para confirmarlo está el
testimonio de los tucumanos que lejos de su patria chica, ya sea en Buenos
Aires o New York, aprenden los rigores del exilio cuando se ven privados de
saborear una mila (“¡Completa por
favor!”) como el cuerpo manda. Están también los relatos de algunos emigrados
sobre las desventuras que supone intentar hacer una milanesa en Estados Unidos.
Se requiere algo más que “carne para milanesa”, huevos y pan rallado. Primero hay
que saber cuál es el corte apropiado, luego hay que tener el vocabulario
adecuado para pedirle al carnicero que las corte, y saber que analogía
sugerirle ya que la palabra milanesa no existe, no tiene traducción.
En fin, lejos de nuestra tierra,
al evocar el sanguche de milanesa nos enfrentamos a nuestra condición de
extranjeros y nos hundimos en la nostalgia.
Es verdad que los tucumanos
aprendemos también desde niños a saborear humitas, tamales, locros y empanadas.
Pero mientras que todos estos platos hunden sus raíces en nuestro pasado
indígena y colonial, el sanguche de milanesa es una creación moderna. Se trata
de una adaptación tucumana de un plato que trajeron los inmigrantes italianos;
un verdadero ejemplo de mixtura cultural que los antropólogos vernáculos por lo
general no tienen en cuenta. Pero la milanesa antes de llegar a estas tierras
tropicales y convertirse en nuestro típico sanguche recorrió un largo camino.
Los estudiosos establecen su
origen en la pequeña ciudad francesa de Vienne, junto al Ródano, donde alguien,
en un acto de inspiración, se le ocurrió tomar un trozo de carne, pasarlo por
huevo y pan rallado y luego freírlo. De ahí saltó a España, donde tomó el
nombre de Costoletta en Andalucía. Posteriormente,
cuando Carlos V, en 1535, envió tropas a la ciudad de Milán, las que incluían a
numerosos andaluces, éstos introdujeron su comida preferida entre los
milaneses, quienes la adoptaron con verdadero deleite y terminaron imponiéndole
su nombre.
Tres siglos más tarde, en 1848,
el mariscal austríaco Joseph Radetzky enviado al norte de Italia para aplastar
la rebelión contra los Habsburgos, descubrió en Milán el original plato. A su
regreso a Viena le dio la receta al cocinero real. El emperador Francisco José
al saborear la milanesa quedó encantado y la consideró como una conquista
austríaca. Fue tal el entusiasmo con que los vieneses la recibieron que algunos
llegaron a atribuirles la paternidad de la receta.
A nuestro país llegó con los
inmigrantes italianos y rápidamente integró lo que se dio en llamar el
triángulo de la mesa argentina: asado, puchero y milanesa (“De carne somos”). La
milanesa además de ser un manjar encierra una metáfora que los argentinos
pronto comprendieron. A poco de haber llegado a estas tierras la palabra
“milanesa” empezó a utilizarse popularmente para referirse a la mentira. El
desplazamiento de significado, en este caso, alude a un engaño respecto de la
carne oculta. Siguiendo esa línea de pensamiento se acuñó la frase “la verdad
de la milanesa”. Algo así como la verdad de la mentira. Una antinomia capaz de
provocar la iluminación de un monje zen.
Pero las apropiaciones de la
milanesa en nuestro país no sólo fueron del orden lingüístico. En Buenos Aires
en la década del 40, don José Nápoli, dueño de un restaurante del mismo nombre,
muy concurrido y que estaba ubicado enfrente del Luna Park, decidió un día
ofrecerle a sus clientes una milanesa con el agregado de una lonja de jamón, y
otra de queso, bañada con salsa de tomate y gratinada al horno. La llamó
“milanesa a la Nápoli”, nombre que muchos transformaron después en una ensalada
de gentilicios y pasó a ser “milanesa napolitana”. Mientras todo esto ocurría
la milanesa en forma de sanguche se había convertido en Buenos Aires en una
comida de gran difusión entre los sectores populares, ya sea que se consumiese
en el bar de la esquina o formase parte de la vianda que se llevaba al trabajo.
Ahora bien, ¿en qué consiste
entonces la particularidad del sanguche tucumano? Primero hay que tener en
cuenta que la versión porteña se reduce a la milanesa y al pan con poco y nada
de aderezo. En nuestra mila, en
cambio, lo que acompaña es fundamental. El sanguche completo lleva lechuga
picada fina, rodajas de tomate (también cebolla si se prefiere), mayonesa,
mostaza y picante. La carne, por su parte, experimentó un proceso de
espiritualización. En algunos casos extremos llega casi a desaparecer. Todo
indica que se está cerca del hecho prodigioso de un sanguche de milanesa sin
carne.
Hasta aquí los componentes
tomados aisladamente. Pero ya se sabe que el todo es mucho más que la suma de
las partes y que el secreto de un buen sanguche es la sabia mezcla de todos
ellos. En síntesis, la mila es mucho
más que un pan con una milanesa adentro. Culturalmente hablando es un híbrido
(es decir, lo mismo, pero no igual; diferente, pero no totalmente); una fusión
de diferentes tradiciones culinarias. Obviamente la de los inmigrantes, pero
también, por ejemplo, la indígena a través del picante; un ingrediente siempre
presente en el norte argentino.
El sanguche de milanesa tucumano
es indisociable además del lugar donde se lo compra o consume: el kiosco de
milanesa. En su versión más elemental supone una pequeña caseta de lata con el
espacio indispensable para colocar una cocina donde freír las milanesas para
los clientes. Se trata de un negocio de comida al paso, de fast food avant la lettre -surgió mucho antes de que la expresión
empezase a usarse por estos lados- y es una prueba irrefutable de que en
materia de comida chatarra somos precursores que estamos a la altura de las
grandes capitales del mundo.
Sus orígenes no son fáciles de
establecer con precisión. Están los que recuerdan los kioscos de milanesa que
proliferaron alrededor de la plaza que existía en El Bajo frente a la estación
del ferrocarril en los años 50. Por supuesto, antes que se construyera en ese
espacio lo que en su momento fue la nueva terminal de ómnibus de la ciudad y
también antes que se convirtiese en vieja y el lugar fuera ocupada por la
actual feria municipal.
Están además los que se remontan
aún más atrás en el tiempo. A fines de la década del 30 frente a la plaza
Yrigoyen, donde actualmente están los tribunales, funcionaba el mercado de
abasto de la ciudad. Una zona ideal para la venta de comida rápida. En la
esquina donde hoy se encuentra el bar ABC, sobre la vereda de General Paz,
alguien recuerda un kiosco de milanesa muy concurrido atendido por dos
italianos. La cocina quedaba al aire libre toda la noche y nadie la tocaba.
¿Estamos ante el “protokiosco” de milanesa? Probablemente no. Un trabajo
arqueológico más riguroso nos obligaría quizás a excavar más profundo en el tiempo,
a buscar en esos años en que Tucumán, al ritmo de los ingenios azucareros, iba
delineando los rasgos de una cultura urbana.
Si bien los orígenes del sanguche
de milanesa son plebeyos, en su fulgurante trayectoria terminó conquistando a
todos los sectores sociales y convirtiéndose en un emblema tucumano. No faltan
quienes consideran que el paso siguiente es exportarlo y competir de igual a
igual con las hamburguesas de Mc Donald’s. Nada de actitudes defensivas ante la
globalización arrolladora. Todo lo contrario. Se nos propone salir a conquistar
el mundo con nuestro sanguche. Pero la mila
no sólo enciende la imaginación de algunos emprendedores tucumanos, también es
fuente de inspiración de algunos artistas.
Hace poco, el escultor Sandro
Pereyra dio forma a un Homenaje al
sanguche de dos metros de altura en resina poliéster. La obra, inscripta en
los que podríamos llamar realismo kitsch,
muestra a un gordo que en estado de éxtasis saborea una mila. Pereyra logró vender muy bien su obra en Buenos Aires. Todo
un símbolo. La cultura milanga se extiende por el país como una mancha de
mayonesa.