Este artículo lo escribí a los pocos días del estallido de diciembre de 2001, no existían entonces ni blogs ni redes sociales, lo comparto de nuevo porque creo que conserva actualidad.
“Yo anuncio un largo día de
cólera
en la ciudad junto al río de
mi Patria”
Leopoldo Marechal
Las jornadas del 19 y 20 de diciembre pasado
tumbaron al gobierno de Fernando la Rúa e introdujeron al país en una crisis
política sin precedentes. En un vértigo desconocido vimos a una serie de
hombres sucederse en la presidencia: Ramón Puertas, Adolfo Rodríguez Saá,
Eduardo Camaño, y -¿finalmente?- Eduardo Duhalde. Por primera vez en la
historia argentina un presidente elegido por el voto fue derrocado por un
levantamiento popular. ¿Qué había sucedido? El discurso pronunciado la noche
del miércoles 19 por De la Rúa no dejó dudas de que éste se había convertido en
el garante del modelo instaurado por Menem a principios de los 90. Ahí estaba
la declaración del estado de sitio para confirmarlo. La gota rebalsó el vaso.
De nada sirvieron los intentos del establishment por sacralizar la
institución presidencial. Hasta el día antes a través de algunos medios se
acusaba de golpista al que se atrevía a plantear que el presidente debía irse
si no cambiaba de rumbo. “De la Rúa debe cumplir su mandato”, afirmaban algunos
con tono solemne. Ahora bien, ¿cuál era el mandato emanado de las elecciones de
1999?, que alguien llevara el bastón y la banda presidencial por cuatro años
independientemente de lo que hiciese o el cumplimiento del programa prometido.
Escudado en su envestidura el presidente pensaba gobernar dos años más a
contrapelo de la voluntad popular. Pero el estallido social desnudó,
dramáticamente, la verdad: De la Rúa se había vaciado de toda legitimidad al
enfrentarse sistemáticamente a todos los sectores populares, incluidas las
clases medias porteñas que habían cimentado históricamente su ascenso político.
La explosión de ira popular no llegó como un
rayo en un cielo sereno. Algo se sentía al respirar en los días anteriores.
Pero nadie previó que la protesta alcanzaría la dimensión de estallido social y
menos aún que en el lapso de 24 horas rodarían, sucesivamente, las cabezas de
Caballo y la del propio presidente. Un acontecimiento de esta naturaleza puede
intuirse, pero nadie puede anticipar ni la fecha ni la hora. “El estallido
social está cerca”, “el pueblo va a hacer tronar el escarmiento” fueron frases
que se repitieron a lo largo de las últimas décadas en el país. Condiciones
para que un hecho así se produjera no faltaban. Sin embargo los años pasaban y
el anunciado estallido no se materializaba. Aquí y allá se sucedieron a lo
largo del país distintos tipos de protestas (El Santiagueñazo, por
ejemplo), pero ninguna logró elevarse a la categoría de “estallido social”. Las
advertencias sobre la inminencia de una rebelión popular terminó por no
preocupar a los gobiernos que aplicaban políticas que arrojan a millones a la
pobreza. En los propios sectores populares más de una vez cundió el desaliento:
¿tendrían razón aquellos que pregonaban que ahora la historia y la política se
movían por carriles distintos y que las menciones a posibles rebeliones
populares formaban parte de una épica definitivamente sumergida en el pasado?
Había un hecho cierto. La última gran
rebelión popular había sido El Córdobazo de 1969 y la serie de puebladas
que lo sucedieron al poco tiempo en distintas provincias (por ejemplo, El
Tucumanazo y El Mendozazo). Los que eran jóvenes durante El
Cordobazo y El Tucumanazo envejecieron esperando que llegase El
Porteñazo que a muchos de ellos les parecía inminente. Finalmente llegó,
muchos años después de lo esperado y en un país muy distinto al de los años 60
y 70. No había ya en el poder dictaduras militares sino gobiernos elegidos
democráticamente dedicados a defraudar la voluntad popular que los había
encumbrado.
El 19 de diciembre en el gobierno había la
convicción de que si algo se producía podía ser controlado e incluso utilizarse
a favor de sus planes: por ejemplo perpetuarse en el poder a través del estado
de sitio. Esa mañana ante las preguntas de los periodistas sobre los crecientes
saqueos el presidente se mostró confiado e hizo mención a los sucesos de
General Mosconi para demostrar que podía dominar cualquier situación. El año se
terminaba: unos días más y zafaban, por los menos hasta marzo. De la Rúa no
pensó nunca que en las próximas horas los saqueos en el país alcanzarían el
mismo número que en los dos últimos meses de Alfonsín; que a la noche las
clases medias porteñas harían sonar sus cacerolas y ganarían las calles
pacíficamente; y que el jueves los manifestantes que se reunieron en Plaza de
Mayo a pesar de la feroz represión no se dispersarían y que volverían una y
otra vez hasta obtener su renuncia.
Tras las jornadas de diciembre la relación
de fuerzas, al menos por el momento, ha cambiado a favor de los sectores
populares. Los programas esbozados por Rodríguez Saá y el propio Duhalde -con
sus vacilaciones e independientemente del oportunismo o convicción de quienes
lo formulan- expresan esa nueva situación. Se avecina una dura lucha contra el
bloque de poder (bancos, privatizadas, etc) que no está dispuesto a resignar el
más mínimo privilegio. La gente se mantiene alerta. Los cacerolazos no cesan y
obligan a ser muy cuidadosos a los gobernantes. La irrupción de esta forma de
protesta por parte de las clases medias porteñas ha sido sin duda un hecho
singular y decisivo. Sin embargo ha comenzado a circular a través de los medios
un “relato mítico” de lo sucedido. Según esta versión, que repiten algunos
periodistas y politicólogos, el gobierno de De la Rúa habría sido derrocado
fundamentalmente por la pacífica manifestación de las clases medias que
marcharon el miércoles por la noche hacia Plaza de Mayo. Se aísla así la
espontánea y sorpresiva irrupción en escena de un sector social para
convertirlo en el protagonista único. No sólo eso: se contrapone este tipo de
protesta a las del movimiento obrero y otras organizaciones populares. “Dónde
estaban los sindicatos”, se pregunta con insidia. Se oculta deliberadamente que
la caída del gobierno es la consecuencia de un proceso de lucha que tuvo su
resolución final y dramática los días 19 y 20 de diciembre. Se olvida también
que el punto de arranque más inmediato del proceso de movilización que acabó
con el gobierno fue el paro nacional del día 14 de diciembre convocado por la
CTA y la CGT rebelde. La huelga de ese día mostró algunas particularidades que
preanunciaban lo que vendría después: por primera vez algunos comerciantes se
plegaron a la protesta y salieron a las calles. Además entre el paro y el
estallido siguiente tuvo lugar el plebiscito convocado por el Frente Nacional
contra la Pobreza donde más de 3 millones de argentinos se pronunciaron a favor
de un salario digno para los jefes de familia desempleados. En realidad, el
estallido social tuvo lugar sobre un escenario que fue ocupado, sucesivamente,
en el lapso de una semana por distintos actores: el movimiento obrero, los
desocupados y otros excluidos sociales, y las clases medias.
El relato que exalta el poder de las
cacerolas y lo contrapone a otras formas de lucha, las huelgas por ejemplo,
además de deformar la realidad de los hechos crea una falsa conciencia en sus
protagonistas. En principio tiende a alimentar la ilusión en las clases medias
de que pueden enfrentar solas y con éxito al bloque de poder. Un proyecto de
este tipo está condenado al fracaso; las experiencias del alfonsinismo en los
80 y la de la Alianza en estos años lo demuestran. Ambos movimientos empezaron
con un discurso “progre” y terminaron presos de los banqueros. También ambos
tomaron distancia del movimiento obrero y terminaron enfrentándolo. La Alianza
incluso contó en sus inicios con las simpatías de la CTA y del entonces MTA de
Moyano y Palacios, pero hombres como Chacho Alvarez decidieron que no se
someterían a la presión de los sindicatos. Ya sabemos cómo terminó la historia.
La movilización popular de diciembre ha
abierto una brecha. Fuerzas poderosas se aprestan a cerrarla. Para defender y
profundizar el terreno ganado las clases medias y el movimiento obrero deben
empujar del mismo lado. No hay destino para ninguno de los dos por separado.
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