domingo, 20 de mayo de 2007

Marat y Guevara: la imagen cristológica de dos implacables revolucionarios












por Horacio Elsinger


"Un genial engaño"

Hace poco vi por la televisión un programa de Film and Arts donde el presentador hacía un análisis de la célebre obra del pintor francés Jacques-Louis David: La muerte de Marat. El comentarista señalaba, como ya lo hicieron otros, las semejanzas entre esta pintura y La sepultura de Cristo de Caravaggio y la intención de David de convertir a Marat no sólo en mártir de la revolución sino también en arquetipo ennoblecedor de todos los que mueren por sus ideales. Es decir, el pintor parisino, comprometido políticamente con los jacobinos, pensaba en un público popular para su obra y quería convertirla en una suerte de Piedad secularizada.

Pero el presentador no se quedaba ahí con sus comentarios. Acto seguido advertía que la pintura de David constituía un genial engaño, el gesto de un ilusionista. Desde la perspectiva de nuestro comentarista, que tomaba ya un claro sesgo político e ideológico, lo que hace David es presentarnos como la imagen de la virtud a alguien que en realidad era "un apólogo del terror, un paranoico que se dedicaba a perseguir y dar muerte no sólo a los contrarrevolucionarios sino a todo aquel que tuviese una posición más moderada que la de él".

El costado implacable de Marat, para decirlo de algún modo, fue algo que siempre me resultó inquietante cuando hace muchos años leí sobre él y que no me era fácil de congeniar con la imagen que tanto admiraba del "amigo del pueblo, aquel que al no poder corromper asesinaron". Pero, al fin y al cabo, se trataba de un personaje de la Francia del Siglo XVIII histórica y emocionalmente distante.

Ahora, al escuchar al comentarista de Film and Arts y ver La muerte de Marat en la pantalla de televisión no pude evitar que viniese a mi mente la imagen del Che muerto en Bolivia. Las semejanzas cristológicas son evidentes. Ambos asesinados exhiben en su cuerpo las heridas que le fueron inflingidas y en sus rostros reina la serenidad de aquel que se encuentra con su destino. La muerte ha llegado a ellos y los ha convertido en mártires de la humanidad que intentan redimir.

La diferencia entre la foto del Che y la pintura de Marat reside en que la connotación cristológica de la primera no parece que pueda ser atribuida a la intencionalidad del fotógrafo sino, como otras veces en la historia del Che, a una serie de circunstancias algunas de ellas azarosas. La foto no refleja el estado real en que quedó su cuerpo tras recibir los balazos que le quitaron la vida. Sus captores peinaron sus cabellos y limpiaron su rostro. Estaban obligados a tratar de probar que el muerto era el legendario guerrillero y no otro. Sin proponérselo contribuyeron a alimentar la dimensión mítica de Guevara.

Un costado inquietante

Al mismo tiempo, debía admitirlo, en ambos casos las imágenes que habían cristalizado el pasaje a la eternidad de aquellos dos grandes hombres dejaban de lado un costado oscuro e inquietante de éstos que estaba lejos de la conducta pacífica de un santo o de un Cristo.

Acababa de leer Muertos de amor, la novela de Jorge Lanatta que trata sobre la fugaz y trágica experiencia en 1964 del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) liderado por el periodista Jorge Ricardo Massetti, amigo del Che. A la novela de Lanatta había llegado después de pasar, un poco antes, por La guerrilla del Che y Masetti en Salta, 1964, de Daniel Avalos. Lo que más me impresionó de la historia del grupo de hombres, que siguiendo las enseñanzas y las directivas del Che, trataron de crear un foco guerrillero en la selva de Orán fue que en ningún momento lograron realizar una operación militar, pero sin embargo terminaron ejecutando a dos de sus integrantes. Se trataba de dos jóvenes que producto del aislamiento en que se encontraban y de deambular sin un rumbo claro por la selva terminaron quebrándose física y emocionalmente. Los jefes del grupo, que estaba integrado por argentinos y cubanos, en defensa de una supuesta disciplina revolucionaria e inspirados en la experiencia de Sierra Maestra no tuvieron clemencia con ellos y los fusilaron. La revolución aquí terminó devorando a sus propios hijos.

En Sierra Maestra el Che comenzó a mostrar su costado implacable ejecutando por mano propia a varios guerrilleros y campesinos tras juzgar que sus conductas ponían en riesgo la revolución. Después de la toma del poder vinieron los fusilamientos a militares del dictador Batista y miembros de las fuerzas de seguridad, la mayoría feroces represores, en la fortaleza militar de La Cabaña, en La Habana. Al respecto, su biógrafo Jon Lee Anderson dice en Che Guevara: una vida revolucionaria: "fiscal supremo, realizaba la tarea con singular dedicación; todas la noches resonaban las descargas de los pelotones de fusilamiento entre los antiguos muros de la fortaleza" . Ya en Bolivia, en su periplo final, mientras deambulaba entre montes y quebradas vuelve a apelar a la ejecución de algunos integrantes de su columna para mantener la moral de la tropa.

La derecha ha hecho hincapié en este aspecto violento de Guevara para tratar de reducir su figura a la de un simple asesino, al estilo de la valoración que hace de Marat el citado comentarista de Film and Arts. Pero tanto Marat como el Che son parte indisociable de los procesos revolucionarios de los cuales fueron en mayor o menor medida protagonistas. Es decir, su personalidad y el papel que jugaron no se limita al de haber sido dirigentes con predisposición al uso de una violencia que ellos juzgaban revolucionaria. Por ejemplo, Marat no solo es el hombre que ejecutaba implacablemente a sus enemigos sino también aquel que contribuyó a la declaración de los derechos universales del hombre.

La voluntad implacable

Ahora bien, aceptar la complejidad de sus personalidades y de los roles que les tocó cumplir no supone de nigún modo que desaparezcan los interrogantes. Si bien se puede aducir que la lógica de la guerra no es la misma que rige los "tiempos normales" sigue siendo para mí inquietante leer en la biografía de Anderson la fría descripción que hace Guevara de una ejecución: "...Acabé el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola 32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto". Y aún más todavía cuando en una carta que manda a su madre aparece el goce con la violencia: “Querida vieja: Aquí, desde la manigua cubana, vivo y sediento de sangre escribo estas encendidas líneas martianas…”.

Hasta aquí la férrea e implacable voluntad revolucionaria del Che sólo genera dilemas morales. El problema se transforma en político cuando está voluntad implacable, que antepone siempre el sacrificio y la acción, termina convenciéndose de que es el fundamento mismo de la revolución y a través de la teoría del foco deriva hacia el voluntarismo: "Hemos demostrado que un grupo pequeño de hombres decididos, apoyados por el pueblo y sin miedo a morir, puede llegar a imponerse a un ejército regular disciplinado y derrotarlo definitivamente".

Pero en la foto que capta su pasaje a la eternidad, a través de su fe y sacrificio, Guevara lava sus pecados y los de mundo y se convierte sin desearlo en Cristo (“No soy Cristo y filántropo, vieja, soy todo lo contrario de un Cristo… Por las cosas que creo lucho con todas las armas a mi alcance y trato de dejar tendido al otro, en vez de dejarme clavar en una cruz”).
También, al igual que el crucificado, a través de la célebre foto de Korda, un Che eternamente joven y con mirada soñadora resucita de entre los muertos en el Mayo Francés del '68. Desde entonces, a través de esta sobrevida icónica, presidirá manifestaciones en todo el mundo convertido ya en símbolo de la lucha contra la opresión.