viernes, 25 de julio de 2008

¿Por qué fue derrotado el gobierno?


Por Horacio Elsinger

Traición en la madrugada

El gobierno de Cristina Kirchner ha sido herido gravemente. El encargado de asestar la puñalada fue su compañero de fórmula presidencial Julio Cobos. A través de una teatral exposición (“No sé por qué la historia y la vida me pone a mí en esta situación”) el presidente del Senado intentó darle visos de tragedia griega a lo que en verdad era una farsa. El jueves 17 a la madrugada, tras cuatro meses de conflicto entre el llamado “campo” y el gobierno, la suerte de la batalla quedó en manos de Julio Cobos. El hombre que llegó a la vicepresidencia colgado del saco de Cristina decidió contribuir a la historia universal de la infamia y voto en contra de su propio gobierno. De esta manera la oposición lograba su propósito de hacer retroceder al Ejecutivo en su decisión de imponer retenciones móviles a la soja.

Ahora bien, ¿cómo fue posible esta derrota del gobierno a tan sólo seis meses de su inicio?

Lo primero que hay que señalar es que nadie previó ni imaginó nunca que el conflicto adquiría las dimensiones que alcanzó. Se trató de un acontecimiento, de un hecho nuevo que no es anticipado por nadie y que de pronto crea una nueva realidad política y social, aunque después, a posteriori, podamos desentrañar las causas que lo produjeron.

A la hora de firmar el decreto de retenciones móviles a la soja el gobierno creyó que contaba con el poder político y social suficiente como para imponerlo al bloque de propietarios rurales. Es decir, creyó que seguía contando con la hegemonía política y social que le permitió a Kirchner en sus primeros años gobernar y ponerle un límite a los poderes de facto en el país. Eso lo llevo a no plantear en el decreto una política diferenciada para los llamados pequeños y medianos productores y evitar que éstos se embroquelen con la Sociedad Rural. También el gobierno -confiado en los cinco años de crecimiento continuo de la economía, que permitió reducir los índices de desocupación y pobreza- subestimó el malestar existente en vastos sectores de la población por la caída del poder adquisitivo de los salarios producto de la inflación. Se equivocó. El escenario había cambiado y fue, precisamente, la percepción de ese nuevo escenario lo que le permitió a sus adversarios embestir con la virulencia que lo hicieron, aunque ellos también se sorprenderían del apoyo concitado. La insatisfacción de distintos sectores de la sociedad empalmó con la protesta del “campo” sin que esto supusiera una comprensión cabal de la naturaleza del conflicto. Simplemente -producto de la confusión inducida, principalmente, por los medios- el “campo” se transformó para muchos en un símbolo vacío que cada uno llenó con su propio descontento.

Las señales

El desarrollo del conflicto permitió apreciar hasta qué punto una vasta franja de las clases medias y también algunos sectores populares se habían alejado del gobierno. Esto, por supuesto, no ocurrió de un día para otro. Fue un proceso lento que hizo eclosión durante el conflicto con el campo. Antes hubo una serie de señales y hechos elocuentes.

La derrota en septiembre de 2006 del proyecto de reelección indefinida de Rovira en Misiones, que Kirchner había apoyado abiertamente, fue el primer aviso. Luego, en 2007, se produjeron las denuncias de corrupción (caso Skanska y Micheli) y el lamentable manejo del conflicto con los maestros en Santa Cruz, que a la postre no sirvió para que el kirchnerismo perdiera la provincia, pero sí para que el sistema de medios, en un anticipo de su reciente actuación, reforzase en los televidentes de todo el país la idea de un gobierno autoritario. A esto hay que agregar la aplastante victoria de Mauricio Macri en Capital Federal, consecuencia directa de la decisión del gobierno nacional de no construir una alianza entre Filmus y Telerman, y también la pérdida de credibilidad en el índice de inflación del INDEC, que al no corresponderse con la percepción cotidiana de la población, generó la pérdida de credibilidad en el gobierno. Por último, el análisis detallado de las elecciones presidenciales de octubre, que le dieron un triunfo contundente a Cristina mostraba, claramente, que importantes sectores de las clases medias urbanas no habían votado por el gobierno.

El 11 de marzo pasado, fecha del decreto 125, estábamos ya lejos de aquellos dos primeros años del gobierno de Kirchner en que las fuerzas de la reacción, con el recuerdo aún vivo del levantamiento popular del 19 y 20 de diciembre de 2001, retrocedían confundidas o no articulaban mayores respuestas ante la iniciativa y audacia del presidente.

En contraste con la iniciativa que mostró al llegar al gobierno su esposo, quien pasó a retiro a la plana mayor del ejército antes de sentarse en el sillón de Rivadavia, Cristina dejó pasar tres meses sin tomar ninguna medida importante que satisficiera las expectativas de los sectores populares que la votaron y cuando se produjo el ataque de la reacción a través del lockout del campo siguió sin tomarlas. Pero la explicación de la falta de reacción de Cristina no hay que buscarla en las diferencias de personalidad con su esposo, que si bien, como es lógico, existen, no son lo decisivo. Lo determinante son las distintas circunstancias históricas y políticas en que les tocó actuar a cado uno. En realidad, el agotamiento del impulso transformador del kirchnerismo había comenzado a evidenciarse mucho antes de que Cristina llegase a la presidencia y responde básicamente a dos causas.

Por un lado, el agotamiento del impulso transformador de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de las cuales Néstor Kirchner fue su heredero inesperado y cuyas demandas en forma moderada comenzó satisfaciendo; y por el otro, la incapacidad o negativa del kirchnerismo a construir un movimiento o frente capaz de organizar y encauzar las fuerzas políticas y sociales necesarias para enfrentar a la reacción y profundizar el programa nacional y democrático que surgió en diciembre de 2001.

El huevo de la serpiente

Aunque resulta imposible establecer en qué momento preciso comenzó a registrarse en el gobierno la pérdida del impulso inicial, el 25 de mayo de 2006 constituye una fecha clave. Aquel día Kirchner ante una multitud expectante se mostró reticente a profundizar el proceso que él mismo había abierto tres años atrás. Ante unas cien mil personas venidas del todo el país y reunidas en Plaza de Mayo el presidente habló no más de 20 minutos y el único anuncio “trascendente” que hizo fue el lanzamiento de la Concertación como estrategia política (sin saberlo incubaba un huevo de serpiente). Un “gusto a poco” se apoderó de los miles de argentinos que habían ido a escuchar al presidente. Los días anteriores habían arreciados los rumores sobre la posibilidad de un anuncio importante referido a la política petrolera o impositiva. Es decir, de alguna medida que profundizase el programa nacional y democrático con el cual había llegado al gobierno. Nada de eso hubo. El acto de masas sirvió sí para desalentar el “paro agrario” con que algunas entidades del campo, ya por esos días, venían amenazando al gobierno. En síntesis, se movilizó a la gente como manifestación de poder destinada a desanimar al adversario no a avanzar. Esta táctica se repetiría en el reciente conflicto, pero esta vez resultaría insuficiente.

Al mismo tiempo, la “concertación” significo el olvido de la política transversal a la que el gobierno parecía haber apostado en un primer momento y que suponía la idea de un nuevo reagrupamiento de fuerzas más allá de las estructuras políticas tradicionales. No olvidemos que en octubre de 2005 Cristina Fernández arrasó en provincia de Buenos Aires con el Frente para la Victoria. El selló del PJ quedó en ese momento en manos de la derrotada Chiche Duhalde. La concertación fue un giro conservador, ya que significó el regreso al Partido Justicialista y privilegiar la alianza con un sector del radicalismo. Se volvía al PJ no para impulsar desde ahí un frente con organizaciones sociales y populares comprometidas con la transformación del país, sino la alianza con fuerzas “progresistas” y respetuosas de la “institucionalidad”. Que tan respetuosos pueden ser de la institucionalidad algunos radicales lo iba a demostrar posteriormente Julio Cobos. Sin olvidar que algunos progresistas de la concertación apenas sonaron los primeros cacerolazos se asustaron y salieron a acusar al gobierno de provocar a la clase media “con el librito de Jauretche”. La derrota del pasado jueves 17 de julio ha dejado en claro la total inutilidad de una alianza política como la concertación para enfrentar una ofensiva del bloque de poder. También ha permitido apreciar el grado de degradación de gran parte de la dirigencia justicialista. El PJ se ha convertido en una máquina, en el mejor de los casos, eficiente para ganar elecciones y movilizar a las concentraciones, pero vacía del programa y la palabra política capaces despertar el entusiasmo y de tener un efecto multiplicador entre las masas. La concertación, además, suponía la ilusión de recrear en el país un escenario donde a una centroizquierda respetuosa de las formas republicanas se le opone una centroderecha igualmente civilizada. Sin embargo, nada de eso estuvo presente en la formidable pulseada que tuvo lugar en el país.

Al calor del lockout de los propietarios rurales y de la discusión sobre las retenciones a la renta agraria, se delinearon, nuevamente, en la escena del país dos bloques políticos y sociales históricamente enfrentados. De un lado, el sector agroexportador y los grandes grupos económicos que manejan los medios de comunicación -acompañados por las clases medias, liberales y antiperonistas (sea en su variante de derecha o de izquierda); del otro, el gobierno nacional, el movimiento obrero organizado, distintas organizaciones populares y los sectores medios que se inscriben en una tradición nacional-democrática y que actúan tanto por dentro como por fuera del peronismo. En el medio un sector de la sociedad vacilante ante los argumentos y las manifestaciones de poder de uno y otro bloque.

Por casi cuatro meses la tensión y el debate apasionado se apoderaron del país. El conflicto hizo que con mayor o menor grado de profundidad el conjunto de la sociedad discutiera intensamente sobre las retenciones, la naturaleza de la renta agragria, la sojización del campo, la necesidad de diversificar la producción agropecuaria y el modelo de país.

Pero no todo fue debate. Al lockout patronal, sin precedentes en nuestra historia por su extensión y virulencia (cortaron rutas, provocaron desabastecimiento y agredieron a los diputados que votaron a favor de las retenciones móviles), se sumó primero el “cacerolazo” de algunos barrios acomodados de Buenos Aires y después el de vastos sectores de las clases medias urbanas del país que no tienen relación directa con el campo y que de ninguna manera se verán beneficiados con el triunfo de la protesta agraria. No es la primera vez que sectores de la clase media actúan contra sus propios intereses y son arrastrados en una santa cruzada en contra del “peronismo autoritario” de turno. Lo hicieron en el ’55, lo volvieron a repetir en el ’76 y lo reiteran ahora. Precisamente, ahí reside una parte sustancial del drama argentino y la necesidad de la batalla cultural que hay que librar.

Ganar la guerra sin hacer la revolución

El gobierno reaccionó con sorprendente lentitud ante la ofensiva -que utilizando como ariete a los pequeños y medianos productores del campo- se lanzó en contra de su autoridad. Es evidente que se vio sorprendido por la escalada de la protesta y actuó desde el primer momento a la defensiva. No obstante, si bien el escenario había cambiado respecto a la primera época del kirchnerismo, no estaba de antemano decidido el resultado de la disputa. La suerte de la pelea se inclinó hacia uno y otro bando a lo largo del conflicto y hubo momentos en que el gobierno estuvo cerca de la victoria o al menos de un empate. Recordemos, que tras la masiva movilización a Plaza de Mayo que convocó Cristina el 1 de abril, los ruralistas levantaron el lockout (Eduardo van Der Kooy de Clarín escribió en esos días: “Los ruralistas comprendieron que el desafío al poder no daba para más”). Se abrió entonces un impasse de un mes que el gobierno dejó pasar sin tomar ninguna medida referida al tema en cuestión o cualquier otra de interés nacional para fortalecer los lazos con su base social e introducir una posible cuña en el bloque opositor. También en el mes de junio, el día previo a la fugaz detención de De Angeli, los ruralistas se encontraban sin mayor margen para mantener los cortes de ruta, pero la desafortunada medida permitió que el relato de los medios sobre “la represión del gobierno” termine desencadenando un cacerolazo masivo en todo el país. Y por último, la votación en el Congreso. De nuevo el gobierno se confió en la supuesta mayoría en la Cámara Alta y no intentó golpear políticamente para asegurarse la victoria. Si después del triunfo en Diputados el gobierno hubiera hecho aprobar inmediatamente la nueva ley de arrendamientos habría generado conflictos al interior de sus adversarios y habría llegado en mejores condiciones políticas a la votación decisiva. La pelea a brazo partido terminó definiéndose sólo a final en el Senado con el escandaloso desempate de Cobos en contra de su gobierno.

¿El desenlace tuvo mucho de azaroso entonces?

Sin duda el grado de indeterminación fue grande hasta el final. Pero lo que terminó volcando la suerte en contra del gobierno y evitó que aprovechase las oportunidades favorables que se le presentaron fue su negativa a avanzar con medidas que le hubieran permitido encontrar un mayor apoyo popular y retomar la iniciativa. En el mejor de los casos el gobierno se convenció que primero debía superar el conflicto y recién encarar las tareas pendientes. Es decir, quiso ganar la guerra sin hacer la revolución. Las movilizaciones que convocó en su apoyo son ilustrativas. Varias veces Cristina habló ante una multitud y ante millones de hombres y mujeres que la seguían por radio o televisión. En todas las ocasiones lo hizo brevemente. Nunca más de media hora. Aquí la brevedad no puede ser tomada como una gentileza. Hombres y mujeres que recorren kilómetros y kilómetros para escuchar a la persona que apoyan y no acaban de llegar y ya todo ha terminado. Ni siquiera se les da espacio para que puedan cantar una consigna y así establecer una suerte de comunicación con quien les habla. Una y otra vez se desperdició la gran oportunidad de comunicarse con millones de argentinos y ejercer una necesaria pedagogía de masas. ¿No lo hicieron Perón, Eva y Allende? Y no lo hacen ahora Castro y Chávez. Si se quieren hacer grandes cosas, si se decide enfrentar adversarios poderosos es necesario explicar, explicar y explicar. Pero nada de eso hizo el gobierno. Se apeló a la concentración de masas como manifestación de poder para disuadir al adversario y cohesionar a la propia tropa. Algo necesario sin duda, pero no suficiente para avanzar. A causa de esta ausencia de políticas el gobierno nunca pudo salir de la posición defensiva.

La astucia del diablo

Se ha señalado con insistencia la falta de una estrategia comunicacional capaz de contrarrestar, por lo menos en parte, la legitimación e instigación del lockout que hicieron los grandes medios, en especial la televisión. Esto sin duda es cierto y el papel que jugaron los medios fue tan importante como nefasto. Pero lo decisivo, en último instancia, no fue el pobre desempeño del gobierno en ese plano. Algo se ha intentado mejorar últimamente. El elemento decisivo de la derrota, es necesario reiterarlo, fue la falta de políticas. La batalla del aire y del cable en lo inmediato estaba pérdida porque por ahora es terreno propio del capital concentrado. No queda otra que discutir una nueva ley de radiodifusión e intentar que se apruebe en el mediano plazo. A la campaña de los medios había que contrarrestarla con hechos, con medidas que impactasen sobre la vida cotidiana de la gente o que fuesen emblemáticas de la defensa del interés nacional.

Los medios realizaron un acto de prestidigitación formidable. La protesta del campo apareció legitimada para gran parte de la opinión pública por la presencia de los pequeños y medianos propietarios y porque el capital concentrado logró ocultarse detrás de ellos (desaparecer de escena) gracias a la ayuda de los grandes los medios, que vaya casualidad, pertenecen al capital concentrado (“La astucia del diablo consiste en convencernos de que no existe”, dice el personaje de una película). Para mucha gente en esta pelea el poder era el gobierno y no los pooles de siembra, los terratenientes, los dueños de los canales de televisión. Reforzando esa percepción es que uno de los grandes diarios afirmó en referencia al gobierno en el segundo mes del conflicto: “ha dejado de existir en la Argentina un solo y omnipresente poder”.

En rigor de verdad lo que sucedió es todo lo contrario. El “omnipresente poder” del capital concentrado ha desafiado el poder surgido del voto popular porque no admite que el Estado se apropie de una parte de la fabulosa renta que obtiene de las exportaciones de soja.

El intento de torcerle el brazo al Ejecutivo y obligarlo a hacer marcha atrás con la política de retenciones ha resultado exitoso. Ha sido una dura derrota. El primer paso es reconocerlo. Pero no está todo dicho para el gobierno ni para las fuerzas nacionales y populares que lo apoyan. Néstor Kirchner en una reunión con intelectuales unos días antes de la votación en el Senado, reconociendo errores, comentó con ironía: “Tal vez tengamos que agradecerle a la Mesa de Enlace el habernos despertado”. No parece que eso haya sucedido en esto cuatro meses. Pero todavía queda tiempo. Tal vez el necesario para que el gobierno despierte. No sería la primera ni la última vez, como decía Davidovich Bronstein, que la revolución logre avanzar ayudada por el acicate de la reacción.