lunes, 12 de junio de 2017

LA CULTURA MILANGA


Comparto este artículo que escribí en el año 2001 para La Aldea, una revista que editamos un grupo de compañeros, tras el cierre de El Periódico donde trabajábamos. 

Los orígenes y mutaciones del sanguche de milanesa, un plato de procedencia italiana que se convirtió en un emblema tucumano. Un sabroso ejemplo de hibridación cultural.

Para algunos una ciudad tiene el misterio y el encanto de la mujer que se amó entre sus calles. Para otros, un país o una ciudad se definen por sus olores y sus sabores. Para Gabriel García Márquez, por ejemplo, el olor de la guayaba evoca la región de Colombia que lo vio crecer. Tucumán, por su parte, se asocia sin duda al aroma de los azares y la melaza, los veranos húmedos y calurosos, los días fríos y luminosos de julio, la caña de azúcar y las empanadas de carne (por supuesto, sin papa, aceituna o pasas de uva). Pero lo propiamente tucumano en materia de sabores es el sanguche de milanesa. La evocación puede parecer prosaica, pero no tiene por qué serlo. Al fin y al cabo lo que nos hace de algún lugar, además de la lengua que mamamos con la primera leche, son los olores y sabores que percibimos desde la infancia.

Para confirmarlo está el testimonio de los tucumanos que lejos de su patria chica, ya sea en Buenos Aires o New York, aprenden los rigores del exilio cuando se ven privados de saborear una mila (“¡Completa por favor!”) como el cuerpo manda. Están también los relatos de algunos emigrados sobre las desventuras que supone intentar hacer una milanesa en Estados Unidos. Se requiere algo más que “carne para milanesa”, huevos y pan rallado. Primero hay que saber cuál es el corte apropiado, luego hay que tener el vocabulario adecuado para pedirle al carnicero que las corte, y saber que analogía sugerirle ya que la palabra milanesa no existe, no tiene traducción.

En fin, lejos de nuestra tierra, al evocar el sanguche de milanesa nos enfrentamos a nuestra condición de extranjeros y nos hundimos en la nostalgia.

Es verdad que los tucumanos aprendemos también desde niños a saborear humitas, tamales, locros y empanadas. Pero mientras que todos estos platos hunden sus raíces en nuestro pasado indígena y colonial, el sanguche de milanesa es una creación moderna. Se trata de una adaptación tucumana de un plato que trajeron los inmigrantes italianos; un verdadero ejemplo de mixtura cultural que los antropólogos vernáculos por lo general no tienen en cuenta. Pero la milanesa antes de llegar a estas tierras tropicales y convertirse en nuestro típico sanguche recorrió un largo camino.

Los estudiosos establecen su origen en la pequeña ciudad francesa de Vienne, junto al Ródano, donde alguien, en un acto de inspiración, se le ocurrió tomar un trozo de carne, pasarlo por huevo y pan rallado y luego freírlo. De ahí saltó a España, donde tomó el nombre de Costoletta en Andalucía. Posteriormente, cuando Carlos V, en 1535, envió tropas a la ciudad de Milán, las que incluían a numerosos andaluces, éstos introdujeron su comida preferida entre los milaneses, quienes la adoptaron con verdadero deleite y terminaron imponiéndole su nombre.

Tres siglos más tarde, en 1848, el mariscal austríaco Joseph Radetzky enviado al norte de Italia para aplastar la rebelión contra los Habsburgos, descubrió en Milán el original plato. A su regreso a Viena le dio la receta al cocinero real. El emperador Francisco José al saborear la milanesa quedó encantado y la consideró como una conquista austríaca. Fue tal el entusiasmo con que los vieneses la recibieron que algunos llegaron a atribuirles la paternidad de la receta.

A nuestro país llegó con los inmigrantes italianos y rápidamente integró lo que se dio en llamar el triángulo de la mesa argentina: asado, puchero y milanesa (“De carne somos”). La milanesa además de ser un manjar encierra una metáfora que los argentinos pronto comprendieron. A poco de haber llegado a estas tierras la palabra “milanesa” empezó a utilizarse popularmente para referirse a la mentira. El desplazamiento de significado, en este caso, alude a un engaño respecto de la carne oculta. Siguiendo esa línea de pensamiento se acuñó la frase “la verdad de la milanesa”. Algo así como la verdad de la mentira. Una antinomia capaz de provocar la iluminación de un monje zen.

Pero las apropiaciones de la milanesa en nuestro país no sólo fueron del orden lingüístico. En Buenos Aires en la década del 40, don José Nápoli, dueño de un restaurante del mismo nombre, muy concurrido y que estaba ubicado enfrente del Luna Park, decidió un día ofrecerle a sus clientes una milanesa con el agregado de una lonja de jamón, y otra de queso, bañada con salsa de tomate y gratinada al horno. La llamó “milanesa a la Nápoli”, nombre que muchos transformaron después en una ensalada de gentilicios y pasó a ser “milanesa napolitana”. Mientras todo esto ocurría la milanesa en forma de sanguche se había convertido en Buenos Aires en una comida de gran difusión entre los sectores populares, ya sea que se consumiese en el bar de la esquina o formase parte de la vianda que se llevaba al trabajo.

Ahora bien, ¿en qué consiste entonces la particularidad del sanguche tucumano? Primero hay que tener en cuenta que la versión porteña se reduce a la milanesa y al pan con poco y nada de aderezo. En nuestra mila, en cambio, lo que acompaña es fundamental. El sanguche completo lleva lechuga picada fina, rodajas de tomate (también cebolla si se prefiere), mayonesa, mostaza y picante. La carne, por su parte, experimentó un proceso de espiritualización. En algunos casos extremos llega casi a desaparecer. Todo indica que se está cerca del hecho prodigioso de un sanguche de milanesa sin carne.

Hasta aquí los componentes tomados aisladamente. Pero ya se sabe que el todo es mucho más que la suma de las partes y que el secreto de un buen sanguche es la sabia mezcla de todos ellos. En síntesis, la mila es mucho más que un pan con una milanesa adentro. Culturalmente hablando es un híbrido (es decir, lo mismo, pero no igual; diferente, pero no totalmente); una fusión de diferentes tradiciones culinarias. Obviamente la de los inmigrantes, pero también, por ejemplo, la indígena a través del picante; un ingrediente siempre presente en el norte argentino.

El sanguche de milanesa tucumano es indisociable además del lugar donde se lo compra o consume: el kiosco de milanesa. En su versión más elemental supone una pequeña caseta de lata con el espacio indispensable para colocar una cocina donde freír las milanesas para los clientes. Se trata de un negocio de comida al paso, de fast food avant la lettre -surgió mucho antes de que la expresión empezase a usarse por estos lados- y es una prueba irrefutable de que en materia de comida chatarra somos precursores que estamos a la altura de las grandes capitales del mundo.

Sus orígenes no son fáciles de establecer con precisión. Están los que recuerdan los kioscos de milanesa que proliferaron alrededor de la plaza que existía en El Bajo frente a la estación del ferrocarril en los años 50. Por supuesto, antes que se construyera en ese espacio lo que en su momento fue la nueva terminal de ómnibus de la ciudad y también antes que se convirtiese en vieja y el lugar fuera ocupada por la actual feria municipal.

Están además los que se remontan aún más atrás en el tiempo. A fines de la década del 30 frente a la plaza Yrigoyen, donde actualmente están los tribunales, funcionaba el mercado de abasto de la ciudad. Una zona ideal para la venta de comida rápida. En la esquina donde hoy se encuentra el bar ABC, sobre la vereda de General Paz, alguien recuerda un kiosco de milanesa muy concurrido atendido por dos italianos. La cocina quedaba al aire libre toda la noche y nadie la tocaba. ¿Estamos ante el “protokiosco” de milanesa? Probablemente no. Un trabajo arqueológico más riguroso nos obligaría quizás a excavar más profundo en el tiempo, a buscar en esos años en que Tucumán, al ritmo de los ingenios azucareros, iba delineando los rasgos de una cultura urbana.

Si bien los orígenes del sanguche de milanesa son plebeyos, en su fulgurante trayectoria terminó conquistando a todos los sectores sociales y convirtiéndose en un emblema tucumano. No faltan quienes consideran que el paso siguiente es exportarlo y competir de igual a igual con las hamburguesas de Mc Donald’s. Nada de actitudes defensivas ante la globalización arrolladora. Todo lo contrario. Se nos propone salir a conquistar el mundo con nuestro sanguche. Pero la mila no sólo enciende la imaginación de algunos emprendedores tucumanos, también es fuente de inspiración de algunos artistas.

Hace poco, el escultor Sandro Pereyra dio forma a un Homenaje al sanguche de dos metros de altura en resina poliéster. La obra, inscripta en los que podríamos llamar realismo kitsch, muestra a un gordo que en estado de éxtasis saborea una mila. Pereyra logró vender muy bien su obra en Buenos Aires. Todo un símbolo. La cultura milanga se extiende por el país como una mancha de mayonesa.