martes, 20 de diciembre de 2011

Crónica de un estallido varios años anunciado


Este artículo lo escribí a los pocos días del estallido de diciembre de 2001, no existían entonces ni blogs ni redes sociales, lo comparto de nuevo porque creo que conserva actualidad.



“Yo anuncio un largo día de cólera
en la ciudad junto al río de mi Patria”
Leopoldo Marechal


Las jornadas del 19 y 20 de diciembre pasado tumbaron al gobierno de Fernando la Rúa e introdujeron al país en una crisis política sin precedentes. En un vértigo desconocido vimos a una serie de hombres sucederse en la presidencia: Ramón Puertas, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño, y -¿finalmente?- Eduardo Duhalde. Por primera vez en la historia argentina un presidente elegido por el voto fue derrocado por un levantamiento popular. ¿Qué había sucedido? El discurso pronunciado la noche del miércoles 19 por De la Rúa no dejó dudas de que éste se había convertido en el garante del modelo instaurado por Menem a principios de los 90. Ahí estaba la declaración del estado de sitio para confirmarlo. La gota rebalsó el vaso. De nada sirvieron los intentos del establishment por sacralizar la institución presidencial. Hasta el día antes a través de algunos medios se acusaba de golpista al que se atrevía a plantear que el presidente debía irse si no cambiaba de rumbo. “De la Rúa debe cumplir su mandato”, afirmaban algunos con tono solemne. Ahora bien, ¿cuál era el mandato emanado de las elecciones de 1999?, que alguien llevara el bastón y la banda presidencial por cuatro años independientemente de lo que hiciese o el cumplimiento del programa prometido. Escudado en su envestidura el presidente pensaba gobernar dos años más a contrapelo de la voluntad popular. Pero el estallido social desnudó, dramáticamente, la verdad: De la Rúa se había vaciado de toda legitimidad al enfrentarse sistemáticamente a todos los sectores populares, incluidas las clases medias porteñas que habían cimentado históricamente su ascenso político.
La explosión de ira popular no llegó como un rayo en un cielo sereno. Algo se sentía al respirar en los días anteriores. Pero nadie previó que la protesta alcanzaría la dimensión de estallido social y menos aún que en el lapso de 24 horas rodarían, sucesivamente, las cabezas de Caballo y la del propio presidente. Un acontecimiento de esta naturaleza puede intuirse, pero nadie puede anticipar ni la fecha ni la hora. “El estallido social está cerca”, “el pueblo va a hacer tronar el escarmiento” fueron frases que se repitieron a lo largo de las últimas décadas en el país. Condiciones para que un hecho así se produjera no faltaban. Sin embargo los años pasaban y el anunciado estallido no se materializaba. Aquí y allá se sucedieron a lo largo del país distintos tipos de protestas (El Santiagueñazo, por ejemplo), pero ninguna logró elevarse a la categoría de “estallido social”. Las advertencias sobre la inminencia de una rebelión popular terminó por no preocupar a los gobiernos que aplicaban políticas que arrojan a millones a la pobreza. En los propios sectores populares más de una vez cundió el desaliento: ¿tendrían razón aquellos que pregonaban que ahora la historia y la política se movían por carriles distintos y que las menciones a posibles rebeliones populares formaban parte de una épica definitivamente sumergida en el pasado?
Había un hecho cierto. La última gran rebelión popular había sido El Córdobazo de 1969 y la serie de puebladas que lo sucedieron al poco tiempo en distintas provincias (por ejemplo, El Tucumanazo y El Mendozazo). Los que eran jóvenes durante El Cordobazo y El Tucumanazo envejecieron esperando que llegase El Porteñazo que a muchos de ellos les parecía inminente. Finalmente llegó, muchos años después de lo esperado y en un país muy distinto al de los años 60 y 70. No había ya en el poder dictaduras militares sino gobiernos elegidos democráticamente dedicados a defraudar la voluntad popular que los había encumbrado.
El 19 de diciembre en el gobierno había la convicción de que si algo se producía podía ser controlado e incluso utilizarse a favor de sus planes: por ejemplo perpetuarse en el poder a través del estado de sitio. Esa mañana ante las preguntas de los periodistas sobre los crecientes saqueos el presidente se mostró confiado e hizo mención a los sucesos de General Mosconi para demostrar que podía dominar cualquier situación. El año se terminaba: unos días más y zafaban, por los menos hasta marzo. De la Rúa no pensó nunca que en las próximas horas los saqueos en el país alcanzarían el mismo número que en los dos últimos meses de Alfonsín; que a la noche las clases medias porteñas harían sonar sus cacerolas y ganarían las calles pacíficamente; y que el jueves los manifestantes que se reunieron en Plaza de Mayo a pesar de la feroz represión no se dispersarían y que volverían una y otra vez hasta obtener su renuncia.
Tras las jornadas de diciembre la relación de fuerzas, al menos por el momento, ha cambiado a favor de los sectores populares. Los programas esbozados por Rodríguez Saá y el propio Duhalde -con sus vacilaciones e independientemente del oportunismo o convicción de quienes lo formulan- expresan esa nueva situación. Se avecina una dura lucha contra el bloque de poder (bancos, privatizadas, etc) que no está dispuesto a resignar el más mínimo privilegio. La gente se mantiene alerta. Los cacerolazos no cesan y obligan a ser muy cuidadosos a los gobernantes. La irrupción de esta forma de protesta por parte de las clases medias porteñas ha sido sin duda un hecho singular y decisivo. Sin embargo ha comenzado a circular a través de los medios un “relato mítico” de lo sucedido. Según esta versión, que repiten algunos periodistas y politicólogos, el gobierno de De la Rúa habría sido derrocado fundamentalmente por la pacífica manifestación de las clases medias que marcharon el miércoles por la noche hacia Plaza de Mayo. Se aísla así la espontánea y sorpresiva irrupción en escena de un sector social para convertirlo en el protagonista único. No sólo eso: se contrapone este tipo de protesta a las del movimiento obrero y otras organizaciones populares. “Dónde estaban los sindicatos”, se pregunta con insidia. Se oculta deliberadamente que la caída del gobierno es la consecuencia de un proceso de lucha que tuvo su resolución final y dramática los días 19 y 20 de diciembre. Se olvida también que el punto de arranque más inmediato del proceso de movilización que acabó con el gobierno fue el paro nacional del día 14 de diciembre convocado por la CTA y la CGT rebelde. La huelga de ese día mostró algunas particularidades que preanunciaban lo que vendría después: por primera vez algunos comerciantes se plegaron a la protesta y salieron a las calles. Además entre el paro y el estallido siguiente tuvo lugar el plebiscito convocado por el Frente Nacional contra la Pobreza donde más de 3 millones de argentinos se pronunciaron a favor de un salario digno para los jefes de familia desempleados. En realidad, el estallido social tuvo lugar sobre un escenario que fue ocupado, sucesivamente, en el lapso de una semana por distintos actores: el movimiento obrero, los desocupados y otros excluidos sociales, y las clases medias.
El relato que exalta el poder de las cacerolas y lo contrapone a otras formas de lucha, las huelgas por ejemplo, además de deformar la realidad de los hechos crea una falsa conciencia en sus protagonistas. En principio tiende a alimentar la ilusión en las clases medias de que pueden enfrentar solas y con éxito al bloque de poder. Un proyecto de este tipo está condenado al fracaso; las experiencias del alfonsinismo en los 80 y la de la Alianza en estos años lo demuestran. Ambos movimientos empezaron con un discurso “progre” y terminaron presos de los banqueros. También ambos tomaron distancia del movimiento obrero y terminaron enfrentándolo. La Alianza incluso contó en sus inicios con las simpatías de la CTA y del entonces MTA de Moyano y Palacios, pero hombres como Chacho Alvarez decidieron que no se someterían a la presión de los sindicatos. Ya sabemos cómo terminó la historia.
La movilización popular de diciembre ha abierto una brecha. Fuerzas poderosas se aprestan a cerrarla. Para defender y profundizar el terreno ganado las clases medias y el movimiento obrero deben empujar del mismo lado. No hay destino para ninguno de los dos por separado.
                                                            

domingo, 13 de noviembre de 2011

Los fuegos del Tucumanazo

“Tucumán era Kosovo”, me dijo el ex gobernador de facto de la provincia, Carlos Imbaud, en un reportaje que le realicé a fines de los ‘90 para El Periódico. Se refería al espectáculo que ofrecía la ciudad de San Miguel de Tucumán, al observar desde el avión que lo traía desde la Capital Federal, los fuegos de las barricadas que aún ardían dentro de las 64 manzanas tomadas por los manifestantes. Era la madrugada del 11 de noviembre de 1970. Desde el día anterior el movimiento estudiantil con el apoyo de distintos sectores populares había puesto en marcha una protesta que superando a las fuerzas de seguridad locales se adueñó de las calles de la ciudad y obligó al gobierno de la dictadura militar a recurrir a la presencia de la gendarmería y a un cuerpo especial de la Policía Federal. La pueblada que se extendió por cuatro días, del 10 al 13 de noviembre, pasó a la historia como el Tucumanazo y se inscribe dentro de una serie de grandes levantamientos populares contra la dictadura militar de entonces que se iniciaron con el llamado Cordobazo, el 29 de Mayo de 1969. La comparación con Kosovo hecha por el ex gobernador tenía que ver con que a fines de los ‘90 el conflicto en los Balcanes dominaba la noticia política internacional y estaba asociado al caos y la violencia.
Le comenté a Imbaud, un poco para crear un clima distendido en el reportaje y también por un impulso del momento, que yo había estado ahí abajo al igual que tantos otros jóvenes de la época alimentando el fuego de las barricadas que él había visto desde el aire y aproveché la ocasión para contarle una anécdota que lo involucraba. La noche de la declaración del estado de sitio mi hermano y yo, junto a otros militantes estudiantiles, habíamos quedado aislados en la zona sur de la ciudad así que decidimos refugiarnos hasta el día siguiente en la casa de un compañero ubicada exactamente en la esquina de la manzana. La mayor parte de la zona céntrica de la ciudad estaba a oscura y era patrullada por los federales para dispersar los últimos focos de manifestantes. De pronto, desde una de las ventanas de la casa donde nos habíamos apostados, con las luces apagadas y en silencio, observamos unos movimientos subrepticios sobre la calle en la esquina. Nuestra sorpresa fue grande cuando distinguimos que unos cuatro niños, entre los 12 y 13 años, encendían un fuego sobre el pavimento y haciendo una ronda alrededor de él coreaban un cantito varias veces antes de volver a desaparecer entre las sombras.“Imbaud corazón / la barra te saluda/ la puta que te parió”. No cabían dudas, el repudio a la dictadura era masivo. 
  
 ¿Una épica sumergida en el pasado?
Imbaud se río, le pareció una anécdota pintoresca, pero se defendió argumentando que él había tenido una política de conciliación e intentado varias veces el diálogo, infructuosamente, ya que había sectores interesados en resolver violentamente el conflicto. De todos modos, me dijo, habían pasado muchos años y el Tucumanazo era parte del pasado, de una Argentina que ya no existía. Estábamos en 1999. De la Rúa había llegado al poder a través de la Alianza; el menemismo llegaba a su fin, pero no las políticas neoliberales que habían dominado la década del ‘90. La historia parecía darle la razón a aquellos que afirmaban que las menciones a posibles rebeliones populares como el Cordobazo o el Tucumanazo formaban parte de una épica definitivamente sumergida en el pasado.
Sin embargo, la historia se encargaría de contradecir al interventor militar. Tan sólo dos años después de aquella entrevista el país asistiría a una de las crisis más profundas de su historia y a una rebelión popular que significaría el quiebre de la hegemonía ideológica que el neoliberalismo había logrado ejercer durante más de 10 años en el país. Nuevamente una gran rebelión popular, al igual que aquellas de fines de los ‘60 y comienzo de los ‘70, lograría transfigurar el escenario político y social de la Argentina. El epicentro de ese estallido social tantas veces anunciado fue la ciudad de Buenos Aires en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. El Porteñazo, que los jóvenes que participaron del Cordobazo y el Tucumanazo habían envejecido esperando, finalmente se hizo realidad. Llegó, es verdad, muchos años después de lo esperado. No había ya en el poder dictaduras militares sino gobiernos elegidos democráticamente dedicados a defraudar la voluntad popular que los había encumbrado. Pero, al igual que el Tucumanazo y el Cordobazo, “las jornadas de diciembre” cambiaron la relación de fuerzas entre el bloque de poder y los sectores populares a favor de estos últimos y abrieron un nuevo ciclo político y social en el país. Más de treinta años después la épica popular volvió a reaparecer. Se trataba, sin duda, de un país distinto al de los años ‘60 y ‘70, pero los actores políticos y sociales básicamente eran los mismos de entonces: las clases medias urbanas y el movimiento obrero.

El legado
El Tucumanazo fue la expresión en la calles de nuestra ciudad de la alianza que en la lucha contra las dictaduras de Onganía, Levington y Lanusse se gestó en todo el país entre vastos sectores de las clases medias y otros sectores populares que respondían a tradiciones políticas y culturales distintas. Esa poderosa alianza política y social, básicamente anti dictatorial y con el socialismo como horizonte de época, se expresó en ese momento a través de la consigna “Obreros-estudiantes, unidos adelante” que coreaban los manifestantes. La formidable marea popular de aquellos años hizo retroceder a la dictadura de Lanusse y la obligó a llamar a elecciones. Sin embargo, no mucho después, el proceso revolucionario abierto encontraría su punto de quiebre definitivo con el sangriento golpe de Estado de marzo del ’76.
Hoy, el Tucumanazo, al igual que el Cordobazo, ha quedado demasiado lejos en la experiencia de las nuevas generaciones. Se trata de acontecimientos pertenecientes a configuraciones político-sociales históricamente muy distantes que es necesario recuperar a través de la memoria, la investigación y el análisis. Hay que tener en cuenta que a los jóvenes de aquel entonces el 17 de Octubre del ‘45 nos parecía algo muy remoto, casi la “prehistoria”, y habían pasado sólo 25 años. Sin embargo, hay un legado de aquellas puebladas que tiene gran actualidad y que volvió a demostrar toda su eficacia política y social en “las jornadas de diciembre” de 2001. Ese legado no es otro que la inédita confluencia política y social que inauguraron entre las clases medias urbanas y el movimiento obrero. Allí sigue residiendo la clave que va a permitir transformar la Argentina.
Cuarenta y un años después los fuegos del Tucumanazo arden todavía en el corazón y la memoria.

lunes, 24 de octubre de 2011

Una espectacular vuelta de la historia


Golpe al corazón

El triunfo arrasador de Cristina de este domingo completa uno de los giros políticos y sociales más espectaculares que se hayan visto en nuestra historia. De la derrota política ante el campo en julio de 2008, y la consecuente derrota electoral de junio de 2009, a la aplastante victoria actual. En poco más de 2 años el gobierno revirtió una situación casi terminal y no sólo consiguió derrotar electoralmente a la oposición sino que la dejó totalmente dispersa a más de 35 puntos de distancia. La oposición y el bloque de poder de la Argentina, al cual sirve la mayoría de ella, no logra salir de su estupefacción aunque el resultado de las primarias de agosto les haya anticipado lo que se venía (las pesadillas lo son, precisamente, porque se repiten). Lo que no terminan de entender es cómo dejaron escapar hace dos años una situación, en la que a su parecer y el de otros muchos, el gobierno estaba para el tiro de gracia. Es el estupor del que se acerca a dar el golpe final al caído y éste desde el suelo, en un movimiento sorpresivo, le acierta una puñalada al corazón. Algo así no suele suceder con frecuencia ni en la Historia ni en la vida, pero esta vez sucedió.

Las razones

¿Cómo fue posible? La respuesta, según la oposición, hay que buscarla en el crecimiento de la economía, que actúa como “viento de cola”, y en el aumento del consumo popular que trae aparejado. Olvidan así que el gobierno tuvo que hacer frente en el momento de mayor debilidad política a la crisis económica mundial de 2008-2009 y con el timón muy firme preparar velas para cuando los vientos cambiaran.

En realidad, la resucitación política y social del kirchnerismo tiene que ver con la voluntad política de Cristina y Néstor Kirchner de dar pelea, de no capitular ante el bloque de poder, y al mismo tiempo de llevar adelante algunas de las medidas que los sectores nacionales y populares más consecuentes y lúcidos venían planteando con insistencia desde el conflicto del campo como necesarias para retomar la iniciativa.

La derrota a veces engendra victorias

Durante la pelea por las retenciones el gobierno confrontó con la oposición en “una guerra de movilizaciones” que mostró una inesperada paridad de fuerzas y cuyo corolario fue la derrota en el Senado a manos de Cobos. En todo ese tiempo el gobierno no tomó ninguna medida nacional o popular trascendente a pesar de las voces que advertían de que “no se podía ganar la guerra sin hacer la revolución”. Es decir, sin avanzar en el proceso de transformación del país.

Néstor Kirchner tomó nota de esto sin duda cuando en julio de 2008, a los pocos días de la derrota en el Senado, en un encuentro con los intelectuales de Carta Abierta, reflexionó: “Quizás debamos agradecerle a la Mesa de Enlace el habernos despertado”. En consecuencia, cuando los opositores se restregaban las manos creyendo que el gobierno iba a deponer las armas, a condición de que los dejasen terminar el mandato, Cristina y Néstor avanzaron. Fue una sucesión de medidas que dieron de nuevo impulso y profundidad al proceso de transformación iniciado en 2003 y entre ellas se destacan si duda: la estatización de los fondos de pensiones, la nueva ley de medios audiovisuales, la ley de matrimonio igualitario y la asignación universal por hijo.

De modo, que bien vista, la actual victoria tiene su origen en la lucha política, ideológica y cultural librada a principios de 2008 con motivo de las retenciones a la soja. Es verdad que el conflicto concluyó en ese momento con una derrota para el gobierno, pero lo es también que fue una gran escuela de aprendizaje para millones de argentinos (incluido nuestros gobernantes) sobre cómo funcionan las estructuras y mecanismos de dominación en nuestra patria y la confirmación a su vez de la necesidad de avanzar y profundizar el proceso iniciado en 2003.

Se dice que “la derrota es huérfana”, pero a veces genera hijos que construyen grandes victorias.

sábado, 12 de febrero de 2011

El reino de la libertad


Las imágenes del pueblo egipcio en las calles dan vuelta el mundo. El Cairo es una fiesta. Momento de júbilo, de victoria. Durante 18 días la “ola de estremecido rencor, de derecho pisoteado”, ha golpeado una y otra vez la muralla del poder. La soberbia del tirano ha sido doblegada por la tenacidad colectiva. Las rebeliones populares no pertenecen a una épica del pasado. La Historia no ha terminado y siempre trae cosas nuevas, da sorpresas. No es ya el periódico de la vanguardia el organizador colectivo de la insurrección. Ahora la chispa fluye por Internet, redes sociales, blogs, celulares. El virus circula más rápido y el peligro de contagio es mucho mayor. Los poderosos del mundo miran con preocupación. La gente en las calles de Egipto festeja. Saben que se trata de un respiro, que la lucha no ha terminado y que el enemigo planea su próxima jugada. Pero esta noche es noche de festejo. Hay que decirlo: no han luchado y ofrendado la vida de más de 300 hermanos y compañeros sólo por un futuro mejor. Lo han hecho también por conquistar un día de libertad como éste, una noche de libertad como ésta. Un momento único, irrepetible, en que se puede tocar el cielo con las manos. (“Este es el mejor día de mi vida”, declara un manifestante). Pero saben que mañana no van a despertar en el reino de libertad. Saben que mañana van a tener que enfrentarse, una vez más, al reino de la necesidad. Es decir, la desigualdad, el atraso, la explotación. Nada les garantiza la victoria definitiva. Pero han dado un paso decisivo hacia ella.